lunes, 22 de septiembre de 2008

Crisis financiera global y doctrina social cristiana

La semana del 15 al 22 de septiembre será recordada cuando se escriba la historia económica del siglo XXI como la semana que marcó el fin de una época. Será vista no sólo como el fin de la “exhuberancia irracional” de la que Alan Greenspan habló en 1996 para referirse a la “burbuja financiera” de la Internet, sino—sobre todo—para explicar el desastre que se desveló con la quiebra de Lehman Brothers y la intervención (nacionalización desde cualquier perspectiva de análisis) de AIG, la más importante aseguradora de Estados Unidos y una de las más importantes del mundo.

Es cierto que esta crisis tiene vínculos profundos con las guerras que EU pelea en la actualidad en Afganistán e Irak, pero es un hecho que esta crisis tiene sus orígenes más profundos en la desregulación financiera que el gobierno de Bill Clinton (1992-2000) promovió.

No queda claro, desde luego, cuál va a ser el impacto de la crisis en la economía mexicana, pero es claro que no saldremos librados del todo. Algún efecto se dejará sentir en las próximas semanas y será mejor estar preparados para ello.

Lo que sí es posible hacer ya desde ahora es analizar la crisis, sus orígenes, algunos de los efectos que ya conocemos y de las medidas que se han tomado, a la luz de los argumentos de la doctrina social de la Iglesia (DSI).

Es inevitable pensar, en este sentido, de la actual crisis como una en la que efectivamente fallaron los mecanismos de regulación, tanto del gobierno de Estados Unidos, como de otras naciones altamente desarrolladas y que, por el peso mismo de sus economías, tienen la capacidad para influir en el funcionamiento de los mercados.

De ahí que la primera conclusión que podemos derivar, es que la crisis no era inevitable, ni corresponde a la lógica interna del capitalismo, ni mucho menos a la dinámica “natural” del funcionamiento de los mercados. Si algo nos enseña la DSI es que los mercados, en tanto producto de la interacción de los humanos, no responden a impulsos naturales. Responden a las decisiones, conscientes o inconscientes que los humanos hacemos, o dejamos de hacer.

No sólo eso, esas decisiones nunca son 100 por ciento “técnicas,” es decir, siempre hay un margen de responsabilidad moral y ética al tomar las decisiones, al diseñar de una u otra manera una institución, al imponer tales o cuales restricciones en las leyes o reglamentos y al decidir cuáles son los criterios que definen el diseño de las leyes y las instituciones, así como sus objetivos.

Además, estas decisiones no son responsabilidad exclusiva de quienes diseñan las leyes, instituciones y procesos, sino que involucran también a los individuos, a las personas que pueden (o no) abusar las leyes, las instituciones y los procesos para beneficio personal.

En este sentido, es importante advertir que aún cuando la Guerra Fría fue ganada por el capitalismo en 1990-1, el capitalismo neoliberal o libertario, se ha derrotado a sí mismo en los últimos días de 2008. Lo ha hecho silenciosa, casi hipócritamente, pues tendrá que ser rescatado de sus propios errores por gobiernos, no sólo de Estados Unidos, sino de distintos países del mundo que han comprometido recursos para mantener la liquidez de los mercados.

Se trata, por cierto, de una situación similar, aunque a una escala mucho mayor a la que vivimos en México en 1996 con el Fondo Bancario de Protección al Ahorro.

En el caso de esta crisis, el costo del rescate financiero se estima que será de 700 mil millones de dólares (más 85 mil millones gastados en el rescate de AIG). Esta cantidad, equivalente a poco más de la mitad del producto interno bruto de México en 2007, es decir, casi la mitad del valor de todos los bienes y servicios producidos por México el año pasado.

Se trata, por ello mismo de una cifra sobrecogedora, más cuando se considera que muchos de estos recursos se perdieron por la irresponsabilidad de directivos de bancos y casas de bolsa, que hace apenas un año recibían descomunales premios por su desempeño en firmas como Lehman, AIG y otras que ahora se encuentran en serios problemas.

Estos problemas surgieron en el momento en que, por una parte, el gobierno de Estados Unidos, ya desde tiempos de William Clinton, optó por desregular los mercados financieros, y—por la otra—en el momento en que estas firmas, introdujeron productos financieros novedosos, los llamados “derivados,” que sin embargo estaban marcados por un muy elevado riesgo.

Estos “derivados,” aún cuando en el corto plazo parecían resolver problemas de financiamiento para ampliar la capacidad de consumo de los ciudadanos estadunidenses, quienes—a su vez—podían comprar más recursos de China, India, México y otras economías en desarrollo, terminaron por convertirse en bombas de tiempo que explotaron el 15 de septiembre de 2008.

Y aún cuando la responsabilidad primaria recae en los ejecutivos y directivos de empresas privadas como Lehman, AIG, Goldman Sachs y otras, también existe un margen muy importante de responsabilidad en los funcionarios de gobierno de las administraciones Clinton y George Bush, quienes no dudaron en voltear la vista a las críticas que, ya desde mediados de los noventa, se hicieron a las decisiones de desregular los mercados financieros de Estados Unidos.

Recae en teóricos de la economía y las finanzas, quienes obsesionados con el mantra de la reducción de las dimensiones del Estado, sin importar sus consecuencias, apostaron toda su capacidad y creatividad a desarrollar propuestas de política pública en las que se apostaba todo a la capacidad de los mercados para regularse a sí mismos.

Tampoco puede perderse de vista el hecho que esta crisis evidencia que el modelo de bancos centrales autónomos o independientes del poder político, que fue copiado en México en los noventa para darle su diseño actual al Banco de México.

Si el Banco de la Reserva Federal, el más representativo caso de un banco central autónomo en el mundo, fue incapaz de intervenir oportunamente para reducir el impacto de prácticas como la compra “en corto” de acciones, qué puede esperarse de otras instituciones que han sido construidas precisamente sobre los supuestos de la autonomía de la economía de la política, de la capacidad de los mercados para autorregularse y de la “necesidad” de reducir, a como dé lugar, el tamaño del Estado.

Este mecanismo de compra “en corto” deja ver mucho de la manera en que el capitalismo contemporáneo subvierte la lógica misma del funcionamiento de los mercados. Lo hace al asumir que la clave del éxito no está en la producción, la construcción o, de manera más general, en el trabajo, como lo planteó Juan Pablo II reiteradamente (ver, sobre todo, Laborem Exercens no. 12), sino en la capacidad para aprovechar recovecos en la legislación o de plano para corromper y obtener así ventajas injustificadas.

En este sentido, esta crisis—y los efectos que seguramente se dejarán sentir en las próximas semanas—deja ver que tan urgente es reconocer que los mercados no pueden pensarse como realidades “naturales” o tan autónomas que no puedan o no deban ser reguladas por principios ético-morales y por leyes e instituciones que reflejen y protejan los intereses y derechos de las personas.

Las opiniones vertidas en Atrio son de la exclusiva responsabilidad de su autor y no reflejan ni buscan reflejar los puntos de vista del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, sus socios y directivos, ni de las instituciones vinculadas con el IMDOSOC.

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