lunes, 26 de enero de 2009

Crisis de hoy y memoria de Pablo VI

Este lunes 26 de enero de 2009 pasará a la historia como uno de los peores en lo que hace al desarrollo de la crisis global que arrastra con todo a su paso. Por ahí de la una de la tarde, tiempo de la Ciudad de México, mi buzón de correo electrónico recibió un aviso del servicio de noticias de The New York Times en la que se daba cuenta del alcance de la tragedia que vivimos.

Según la dama gris del periodismo estadunidense, la cifra alcanzaría los 62 mil despedidos a escala global:
Los empleadores han tratado de acomodar sus costos laborales al reducir las horas extras, recortar la semana laboral y congelar los salarios, pero ahora buscan ya el serrucho.
Sólo este lunes, compañías a todo lo largo del mundo anunciaron el recorte de cerca de 62 mil empleos en Estados Unidos y el resto del mundo, un signo doloroso de que la economía continúa deteriorándose.
Las cifras de este lunes incluyen 20 mil empleos en Caterpillar, el más grande armador de maquinaria para la construcción y la minería; ocho mil en el proveedor de servicios de telefonía celular Sprint-Nextel, siete mil más en Home Depot Estados Unidos y otros ocho mil como resultado de la fusión de las farmacéuticas Pfizer y Wyeth.
La atribulada automotriz General Motors anunció que cortaría turnos en plantas de Michigan y Ohio, donde la recesión ha golpeado más fuerte y eliminará cerca de dos mil empleos.
En Europa, el grupo bancario y asegurador ING dijo que recortaría siete mil empleos; la compañía de electrodomésticos y artículos electrónicos Phillips anunció otros seis mil recortes y la acerera Corus otros tres mil 500 a escala global.
“Nos encontramos ahora en una zona de peligro,” dijo Brian Bethune, economista financiero en jefe del grupo IHS Global Insight. “Se ha vuelto realmente pernicioso porque crece la incertidumbre, la confianza de las corporaciones está severamente golpeada y como resultado se observan estas medidas severas.”

En el mismo tono, pero con números distintos, el diario argentino La Nación publicaba, unos minutos más tarde, en su sitio de Internet:
Anuncian en el mundo más de 44.000 despidos por la crisis financiera. Empresas multinacionales de fabricación de maquinaria de construcción, telecomunicaciones, farmacéuticas y automotrices dieron a conocer hoy la noticia; se aplicará gradualmente desde marzo hasta 2011.
La ola de despidos, producto de la crisis financiera internacional, rompió contra los puestos de trabajo en todos los sectores de la economía alrededor del mundo. Los balances negativos, los pronósticos de recesión y las malas expectativas a corto plazo para superar el mal trago, hacen mella sobre el empleo.
Tal es así que numerosas empresas anunciaron supresiones masivas de trabajos: maquinaria de construcción, telecomunicaciones, farmacéuticas, automotrices y bancarias, difundieron hoy sus cifras. En total, suman 44.100 las personas que, en el corto o mediano plazo pasarán a ser desocupados. Otras, advirtieron sobre la incapacidad de mantener la plantilla actual sin ayuda del Estado.
La magnitud de la crisis es ya de alcance verdaderamente global y los esfuerzos aislados de los gobiernos nacionales siguen marcados por el signo de sus intereses electorales de corto plazo, al mismo tiempo que las instituciones del sistema financiero internacional, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, aparecen demasiado débiles para actuar en una situación de esta magnitud.

En este contexto, no queda más que escuchar la voz de Benedicto XVI quien—en el contexto de su encuentro con el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede el ocho de enero de este año—no duda en recordarnos lo dicho por Pablo VI, allá en la cada vez más lejana década de los sesenta del siglo XX, acerca de la relación profunda entre el combate a la pobreza y la construcción de la paz.

En efecto, ese día Benedicto XVI recordó las palabras, verdaderas espuelas espirituales, de Pablo VI en Populorum Progressio:

Siguiendo el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, que he dedicado este año al tema “combatir la pobreza, construir la paz”, quisiera hoy dirigir mi atención hacia los pobres, los muy numerosos pobres de nuestro planeta. Las palabras con las que el Papa Pablo VI comenzaba su reflexión en la encíclica Populorum progressio no han perdido su actualidad:
«Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más: tal es la aspiración de los hombres de hoy, mientras que un gran número de ellos se ven condenados a vivir en condiciones, que hacen ilusorio este legítimo deseo» (n. 6).
Para construir la paz, conviene dar nuevamente esperanza a los pobres. ¿Cómo no pensar en tantas personas y familias afectadas por las dificultades y las incertidumbres que la actual crisis financiera y económica ha provocado a escala mundial? ¿Cómo no evocar la crisis alimenticia y el calentamiento climático, que dificultan todavía más el acceso a los alimentos y al agua a los habitantes de las regiones más pobres del planeta?
Desde ahora, es urgente adoptar una estrategia eficaz para combatir el hambre y favorecer el desarrollo agrícola local, más aún cuando el porcentaje de pobres aumenta incluso en los países ricos. En esta perspectiva, me alegro que, desde la reciente Conferencia de Doha sobre la financiación para el desarrollo, hayan sido establecidos criterios útiles para orientar la dirección del sistema económico y poder ayudar a los más débiles.
Yendo más al fondo de la cuestión, para resanar la economía, es necesario crear una nueva confianza. Este objetivo sólo se podrá alcanzar a través de una ética fundada en la dignidad innata de la persona humana. Sé bien que esto es exigente, pero no es una utopía. Hoy más que nunca, nuestro porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro planeta y sus habitantes, en primer lugar de las generaciones jóvenes que heredan un sistema económico y un tejido social duramente cuestionado.

Ojala escuchemos a Benedicto XVI y nos acordemos de lo dicho por Pablo VI. Las consecuencias de no hacerlo pueden ser lamentables.

Las opiniones vertidas en Atrio son de la exclusiva responsabilidad de su autor y no reflejan ni buscan reflejar los puntos de vista del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, sus socios y directivos, ni de las instituciones vinculadas con el IMDOSOC.

lunes, 19 de enero de 2009

La Iglesia, Internet y Facebook

El papel que la Internet desempeñará o no en el futuro de la Iglesia es, hasta ahora, motivo de intensos debates dentro y fuera de la Iglesia y en las otras denominaciones religiosas que, por su cuenta y con las diferencias que las caracterizan respecto del catolicismo, enfrentan también el reto de qué hacer y cómo hacerlo con la Internet.

Una de las razones que obligan a una constante reconsideración del papel que la Internet puede desempeñar como herramienta de las distintas organizaciones religiosas, se deriva del hecho que la Internet ha cambiado constantemente desde su aparición.

Originalmente, como parte de proyectos de desarrollo tecnológico-militar en Estados Unidos y científico en Europa, la red estuvo pensada como un mecanismo para reducir los costos de transmisión y acceso a la información que las Fuerzas Armadas de Estados Unidos y las grandes instituciones de investigación científica y tecnológica en Estados Unidos, Canadá y Europa enfrentaban.

A ese primer modelo se sumaron rápidamente las expectativas de grandes empresas de los sectores punta de las economías desarrolladas que, igualmente, deseaban acceder a costos más reducidos a grandes volúmenes de información.

Muy pronto, las redes que poco a poco se construían a partir de estas necesidades se transformaron hasta que, a finales de los ochenta y principios de los noventa, aparecieron el primer navegador de Internet (el llamado Mosaic) y sus sucesores (Netscape y Explorer), cuya principal virtud es que permitían navegar con el uso de imágenes y gráficos.

A partir de ese momento, los términos del desarrollo en Internet han sido definidos por la capacidad que tienen los sitios y los programas que se usan para acceder a ellos para ofrecer distintos tipos de servicios; algunos recuerdan el tipo de servicios que ofrecen otros medios de comunicación (como en el caso de la llamada radio por Internet o los servicios de transmisión de vídeos por Internet), en otros casos han generado prácticas novedosas pero con raíces en formas de comunicación que ya existían, como las llamadas bitácoras, de la que este espacio es uno de muchos posibles ejemplos.

Este fue el momento en que, por ejemplo, la Santa Sede decidió abrir el sitio http://www.vatican.va, luego del cual se siguieron un número importante de iniciativas tanto de las conferencias nacionales de obispos, como de organizaciones como el Consejo Episcopal Latinoamericano y otros más que han dado vida a un muy activo mundo virtual del catolicismo que, sin embargo, se distinguen por ser más espacios en los que la jerarquía presenta información que considera relevante para los lectores potenciales de sus sitios.

Este modelo, más bien vertical de comunicación por medio de la red, existe no sólo en la Iglesia católica, sino que sigue siendo—en buena medida—el modelo de comunicación más frecuentemente utilizado en la Internet, tanto por los grandes medios de comunicación—el caso de The New York Times—como los gobiernos nacionales, estatales o municipales, o las organizaciones multinacionales como la Organización de Naciones Unidas o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.

En fechas recientes, sin embargo, ha sido posible asistir al surgimiento de un nuevo fenómeno asociado con el uso de la Internet: el uso de las llamadas redes sociales.

Existen distintos tipos de redes sociales. La llamada My Space, propiedad del magnate de los medios de comunicación tradicionales Rupert Murdoch (es dueño de los estudios y las cadenas de Televisión Fox, así como—entre otras muchas empresas—de The Wall Street Journal), ha logrado convertirse en una de las más importantes por el número de personas que la visitan y sostienen espacios ahí, del mismo modo que lo han sido otras como Facebook.

Una característica que distingue a este tipo de sitios de Internet es que, a diferencia de los sitios más tradicionales, en los que el autor debe contar con un conocimiento mínimo de programación, en MySpace, Facebook y otras redes sociales, el conocimiento requerido es mínimo.

Algunas funciones se han simplificado de tal modo que basta “arrastrar” algún elemento de un menú virtual para que funcione o, en el peor de los casos, es necesario acceder a menús más tradicionales de los que el usuario elije una o varias características (como color del fondo de la pantalla o animaciones o tipo de letra) que le dan a la página un aire personalizado.

No sólo eso. Otra característica importante es que las entradas, a diferencia de las bitácoras que tienden a ser un poco más estructuradas, son extremadamente sencillas y en la inmensa mayoría de los casos recuerdan, por el uso que hacen del lenguaje, al habla popular más que a lenguajes más especializados.

Además, en el caso de Facebook, es posible hacerse fan de distintas personalidades, pensadores o artistas. En mi caso personal lo soy en Facebook de Joseph Ratzinger, de santo Tomás de Aquino, de G. K. Chesterton, entre otras personalidades del catolicismo, además de que soy usuario de un recurso llamado Regalos Católicos, que permite que los usuarios nos regalemos entre nosotros estampas, medallas, rosarios y otros símbolos del catolicismo en versión virtual.

No sólo es, se ofrece un Libro de Oraciones, que cuenta con la Liturgia de las Horas en varios idiomas, además de la posibilidad de formar y/o unirse a grupos de oración o de otro tipo de actividades.

Una de estas actividades es la de reconocer a personas como amigos a quienes se integra en redes. Facebook admite un máximo total de cinco mil amigos, cifra que, por ejemplo, fue recientemente alcanzada por el cardenal-arzobispo de Nápoles, mons. Crescenzio Sepe, quien se ha distinguido por ser uno de los obispos más activos en Facebook.

MySpace y Facebook se han convertido, en este sentido, en uno de los nuevos espacios en los que el futuro de la red se define y, no en balde, algunas diócesis, parroquias, órdenes y movimientos laicos, así como laicos en lo individual, cuentan ya con espacios en MySpace y/o Facebook desde los que difunden conocimiento, puntos de vista, opiniones, críticas y, de manera más general, desde los que difunden su manera de ser católicos.

El fenómeno ha resultado tan interesante que La Civiltá Cattolica, la venerable revista de la Compañía de Jesús en Italia, ha dedicado en su primer número de enero un extenso artículo del padre Antonio Spadaro SJ, a considerar cuáles son los posibles usos y beneficios para la Iglesia del uso de páginas de Internet en servicios de red social como Facebook y MySpace.

El padre Spadaro es una de las autoridades en materia de uso de la red por parte de la Iglesia católica, pues—desde hace varios años—hace un seguimiento puntual de los desarrollos en el terreno del uso de la red.

En ese texto, disponible en italiano en la Biblioteca Pedro Velázquez de Imdosoc y en el sitio de La Civiltá Cattolica, el padre Spadaro reconoce algunas de las virtudes que ofrece el uso de sitios de red social como Facebook, pero reconoce algo que es inevitable considerar cuando uno piensa en el caso de la Internet o de un libro o revista, que es el hecho que la red no puede sustituir del todo el contacto entre personas y que, por ello mismo, es necesario ver a Facebook, lo mismo que a las bitácoras o los sitios más tradicionales de Internet, como parte del arsenal creciente de recursos con los que la evangelización puede ocurrir, pero no como el único recurso para que ese proceso como tal ocurra.

Las opiniones vertidas en Atrio son de la exclusiva responsabilidad de su autor y no reflejan ni buscan reflejar los puntos de vista del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, sus socios y directivos, ni de las instituciones vinculadas con el IMDOSOC.

lunes, 12 de enero de 2009

El cardenal Dulles, 1918-2008


El doce de diciembre de 2008, mientras en México celebrábamos la fiesta de Santa María de Guadalupe, en la ciudad de Nueva York el cardenal Avery Dulles, SJ falleció a los noventa años.

A diferencia de la mayoría de los cardenales en la actualidad, Dulles nunca fue obispo, por lo que permaneció durante su breve periodo como cardenal como presbítero, una situación que en otras épocas de la historia de la Iglesia no era extraña, como tampoco lo era el que los cardenales llegaran a esa dignidad siendo sólo diáconos.

En nuestra época esta situación, la de un cardenal presbítero, se ha convertido en una excepción, una suerte de anomalía y que ocurrió, en parte, por la edad a la que Dulles fue creado cardenal por Juan Pablo II en 2001, cuando contaba con 82 años, y por el hecho que él mismo le pidió al papa ser dispensado de la ordenación episcopal por su avanzada edad.
La creación de Dulles como cardenal es interesante por otras muchas razones. Una, muy importante, es que a diferencia de otros jerarcas de la Iglesia, Dulles no nació en un hogar católico. Como hijo de John Foster Dulles, secretario de Estado del gobierno de Estados Unidos de 1953 a 1959, durante el gobierno de Dwight Eisenhower, Dulles creció en un hogar de la élite presbiteriana del noreste de Estados Unidos. Uno de sus tíos, Allen Welsh Dulles, fungió como el cuarto director de la Agencia Central de Intelligencia y, hasta la fecha, el que más años ha ocupado ese cargo (1953-61). Un tío abuelo suyo, Robert Lansing, lo mismo que su bisabuelo, John W. Foster, fueron secretarios de Estado en distintos momentos del siglo XIX.

En este sentido, no había nada en los primeros años de la biografía de Dulles que permitiera suponer que él habría de convertirse al catolicismo, ingresar a la Compañía de Jesús, desplegar una muy intensa actividad intelectual y académica como teólogo y, finalmente, en el invierno de su vida, ser creado cardenal por Juan Pablo II.

De hecho, antes de que se convirtiera al catolicismo, Dulles se declaró, en 1936, su primer año en la licenciatura en Harvard, agnóstico. Esta toma de posición filosófica y personal, sin embargo, se modificaría a lo largo de su estancia en Harvard, donde Dulles, poco a poco, se familiarizó con lo que él llamó, años después, “la consistencia y la sublimidad de la doctrina católica.”

El contexto de la década de los treinta del siglo XX era propicio para ello por distintas razones. Por una parte, fue un periodo marcado por el sufrimiento generado por la crisis de 1929. Nunca como hasta ahora, a principios del siglo XXI, Estados Unidos y el mundo en general experimentaban los efectos demoledores de los excesos del capitalismo.

Esto facilitó, como ya se ha señalado en colaboraciones previas de Atrio, que jóvenes como el propio Dulles, como Dorothy Day o la hermana Emmanuelle, advirtieran no sólo la gravedad de los excesos del capitalismo, sino también la necesidad urgente de que las bases de la convivencia humana fueran modificadas, no por medio de transformaciones violentas, sino por medios pacíficos, que efectivamente sentaran las bases de cambios profundos en la forma en que los humanos nos relacionamos los unos con los otros.

No está por demás recordar que los treinta fueron un periodo marcado por el “éxito” aparente del fascismo, del nacionalsocialismo, del socialismo soviético y de otras doctrinas que aspiraban a resolver los grandes problemas de la convivencia humana a partir de una simplificación excesiva tanto del diagnóstico de la realidad, como de los medios a partir de los cuales se trataban de lograr los cambios.

En México, lo mismo que en otros países, la idea del nacionalismo ganó legitimidad en algunos círculos y, en más de una ocasión, el nacionalismo daba pie a soluciones marcadas por el racismo, como fue el caso de Japón, que a su vez recibía—desde Europa—un fuerte impulso por las características mismas del pensamiento nazi.

Estados Unidos no fue la excepción. No en balde, los treinta fue la época del renacimiento del Ku-Klux-Klan y de otras organizaciones sociales que activamente promovían el racismo contra distintos grupos minoritarios.

No sólo eso. La Iglesia católica en Estados Unidos, con sus profundas raíces irlandesas, se había convertido—ya desde finales del siglo XIX—en la gran institución de asistencia social de aquel país. Por una parte, diócesis como Nueva York, Boston, Filadelfia, Chicago, San Luis o Baltimore, sostenían complejas estructuras de educación, formal e informal, así como de prestación de servicios de salud y de integración a la vida política en ese país.

Ello permitió que ya desde finales de los veinte y hasta finales de los sesenta se viviera en Estados Unidos una época, que—no en balde—ha sido identificada como el “periodo católico” de la historia de ese país. Este carácter lo logró, por cierto, no porque la Iglesia hubiera sido capaz de lograr acuerdos formales o informales con las élites políticas estadunidenses, como los que existían en Europa por medio de los concordatos y otros instrumentos similares, sino que lo logró gracias a un constante y muy organizado trabajo con los grupos más marginados de la sociedad estadunidense: los inmigrantes.

Dulles, lo mismo que Dorothy Day, Thomas Merton y otras personas que se convirtieron al catolicismo en este periodo, contaban además con la presencia constante tanto en los medios de comunicación, como en los círculos académicos del noreste de Estados Unidos, de Patrick Joseph Hayes y Francis Spellman, quienes fueron, respectivamente, los arzobispos de Nueva York de 1918 a 1938 y de 1939 a 1969,

A pesar de eso, sería un error suponer que la conversión de Dulles al catolicismo fue obra sólo del contexto intelectual, académico y espiritual de Estados Unidos en esa época. Muy por el contrario, cuando él explicó, en Testimonio de gracia (Testimonial of Grace, publicado en 1946), su conversión al catolicismo ocurrida en 1940, el futuro cardenal Dulles explicaba que en un día nublado de febrero de 1939, al caminar por la ribera del río Charles en Cambridge, observó la manera en que un retoño surgía del tronco de un árbol y…

…el pensamiento llegó de repente, con toda la fuerza y la novedad de una revelación, que esos pequeños retoños, en su inocencia y humildad, seguían una regla, una ley de la cual yo sabía nada.

Esa noche—escribió el joven Dulles en 1946 cuando recién había decidido ingresar como aspirante a la Compañía de Jesús—por primera vez en muchos años, oré.
Seis años después de decidir su conversión al catolicismo, Dulles decidió ingresar en la Compañía de Jesús e inició una activa carrera como teólogo que le permitió participar con una voz inteligente y serena en distintos debates dentro y fuera de la Iglesia.

Dulles lo logró luego de estudiar el doctorado en la Universidad Gregoriana de Roma, de donde pasó a ser profesor en las universidades de Woodstock, la Católica de América de Washington, DC y Fordham, en la ciudad de Nueva York.

En lo personal, tuve la oportunidad de conocer y escuchar dos de las conferencias magistrales del cardenal Dulles durante mi estancia en Fordham que, además de ser la universidad jesuita de Nueva York y la sede de una de las etapas de formación de los jóvenes aspirantes jesuitas, acoge a los jesuitas retirados, quienes ocupan el edificio Murray-Weigel en el campus de la Universidad.

Cuando tuve la oportunidad de conocerlo, Dulles era un hombre inteligente, vivaz, extremadamente articulado a pesar de su edad y del hecho que la polio que lo atacó durante la década de los cuarenta, cuando prestó servicio militar en la armada de su país, terminó por hacerle imposible comunicarse oralmente.

De hecho, en 2008, el último año que ofreció su conferencia anual, ya no fue capaz de pronunciarla él mismo, sino que debió pedirle a uno de sus colegas jesuitas que la leyera, mientras él, con sus ojos y sus manos, pero en silencio, enfatizaba algunas ideas presentes en el texto.

En una de sus últimas intervenciones públicas, a mediados de la presente década, Dulles explicó su papel como teólogo como un esfuerzo orientado en la lógica de honrar y reconocer la diversidad y el disenso en el seno de la Iglesia, pero orientado—en última instancia—en la lógica de articular las tradiciones de la propia Iglesia y preservar su unidad interna.

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