lunes, 13 de octubre de 2008

Una de cine

Una actividad humana en la que las convicciones religiosas no dejan de hacerse presentes de distintas maneras es el del cine. De distintas maneras, a veces casi de contrabando, es posible identificar posiciones, puntos de vista, incluso tradiciones de pensamiento religioso en las obras de distintos directores y guionistas.

Es cierto, no todos van a realizar el tipo de trabajos que Pier Paolo Pasolini hacía en Italia a mediados de los sesenta con La Pasión según San Mateo (1964) para tratar de conmover la conciencia de la sociedad europea de la época, pero es claro que, por ejemplo, en las obras que Guillermo del Toro ha realizado a lo largo de su fructífera carrera hay todo tipo de referencias a lo cristiano y, de manera más específica, a lo católico, como cuando la conversión de Hellboy (2004) es marcada, incluso físicamente en la manos del personaje, por su aceptación de la cruz de un rosario.

Las cintas que presento aquí no pretenden ser una lista exhaustiva. Es, en el mejor de los casos, un recuento impresionista de algunas de las cintas que me llaman la atención por el interés que ponen en presentar las convicciones religiosas de sus protagonistas como un tema fundamental de la trama.

La primera cinta, Bruce almighty (El todopoderoso, 2003 de Tom Shadyac) es una comedia protagonizada por Jim Carrey (Bruce Nolan), en la que las blasfemias de Nolan, un periodista, mueven a Dios a “concederle” todos sus poderes.

Obviamente, el sujeto en cuestión provoca todo tipo de cataclismos en su ciudad natal y Dios, interpretado por Morgan Freeman, se ve obligado a restablecer el orden necesario. La cinta es interesante no sólo por los errores que Nolan comete (hace, por ejemplo, que todos los que le piden ganar la lotería la ganen), sino que también aborda de manera muy interesante el tema del libre albedrío.

Una que no puedo evitar mencionar en mis clases de distintas materias y que es mucho más profunda y reveladora de las contradicciones profundas que marcan nuestro desempeño como católicos es The Mission (La misión, 1986 de Roland Joffé).

Como todos sabemos es la historia conmovedora de la resistencia de comunidades de guaraníes ante el acoso de los súbditos de las coronas española y portuguesa cuando, luego de la guerra de Sucesión (1701-1714), Inglaterra forzó una redistribución de los territorios americanos y europeos de España, Francia, Portugal, Holanda y la propia Inglaterra.

La cinta no sólo es valiosa por su capacidad para reproducir la carnicería perpetrada por los católicos hacendados españoles y portugueses, sino porque revela como en un libro abierto algunas de las tensiones que marcan a la Iglesia católica en su relación con las sociedades a las que trata de servir y con los poderes civiles que gobiernan esas sociedades.

Otra que aborda también el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado y, sobre todo, el tema más significativo de las respuestas individuales que los católicos podemos dar o no a los dilemas planteados por esas relaciones es A man for all seasons (Un hombre de dos reinos, 1966, Fred Zinnemann).

La traducción del título al español es aberrante porque hace que se pierda de vista la cualidad de Tomás Moro que hizo que la Iglesia lo canonizara y que resultó suficientemente atractiva para Hollywood a mediados de los sesenta, que es la de su imperturbable lealtad a los principios del Evangelio y su indisposición, en ese sentido, a ser ese “hombre de dos reinos” del que habla el título en español.

La presencia en el reparto de Paul Scofield como Tomás Moro y, sobre todo, de Orson Welles como el Cardenal Wolsey, la hacen más atractiva para mí, pero incluso sin esas adiciones, el libreto de Robert Bolt es sorprendentemente contemporáneo y resuena con muchos de los temas que los católicos ahora observamos a través del filtro de la doctrina social cristiana.

No sólo eso, a diferencia de muchas producciones contemporáneas que abordan temas históricos, como Roma de HBO o Los Tudor de Showtime, los cineastas británicos de la década de los sesenta no estaban obsesionados con la reproducción del ambiente o del vestuario, sino con la fidelidad a los ideales que se ven representados en la actuación.

Algo similar puede decirse de Beckett (1964, Peter Glenville), que narra la historia de la relación entre Thomas à Becket, interpretado por Richard Burton, y el rey Enrique II, interpretado por Peter O’Toole. Esta es, por cierto, una historia fundamental para comprender los desencuentros entre la Iglesia y el Estado en Europa y América Latina en los últimos ocho siglos.

La historia, resumida groseramente, se centra en Becket, quien fuera en otras épocas compañero de juergas del rey y su nombramiento como obispo.

El rey, como suele suceder en estos casos, le apostaba a que Becket se convertiría en un dócil lacayo con tiara, pero no ocurre así. Becket al ser ordenado arzobispo de Canterbury (era un diácono antes del nombramiento) se toma muy en serio su papel como pastor y termina muerto.

Una vez más, lo que le falta a la producción en términos del realismo de producciones como Roma o Los Tudor, lo gana por el cuidado que Glenville pone a la dirección.

Cualquier listado de cintas está incompleta sin una buena película francesa y en este sentido yo propongo Les sept péchés capitaux (1962, Los siete pecados capitales, Claude Chabrol entre otros).

La cinta, como era frecuente en los sesenta en Italia, Francia, México y otros países, es una colaboración de distintos directores y guionistas que abordan, a partir de las intuiciones propias de principios de los sesenta, este tema muy medioeval de los pecados capitales con resultados muy interesantes.

No sólo eso, en el reparto están muchos de los mejores actores, hombres y mujeres de Francia en la década de los sesenta, como Jean Louis Trintignant.

Las siete historias han perdido alguna de su actualidad, obviamente los humanos sabemos cómo complicarnos la vida al refinar nuestras maneras de pecar, pero la fotografía y las actuaciones son de primera.

Una cinta inevitable para mi es Nazarín (1959, Luís Buñuel). Material frecuentemente presentado por las cadenas de TV mexicanas en las cercanías de la Semana Santa, ofrece una visión dolorosa, difícil, pero al mismo tiempo profundamente esperanzadora del compromiso que los cristianos tenemos que asumir, y aún cuando las actuaciones de Marga López y Rita Macedo pasan de lo obvio a lo pegajoso, las de Francisco Rabal e Ignacio López Tarso son justo lo que el libreto de Julio Alejandro y Buñuel necesitaba.

Otra igualmente inevitable es Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, 1987, Wim Wenders). En este caso las referencias a lo religioso podrían pasar por blasfemias, pues la historia se centra en la decisión de un ángel, interpretado por Bruno Ganz, de cambiar su condición por la de un hombre, cuando conoce a una acróbata interpretada por Solveig Dommartin.

Pero el hecho es que la cinta como tal es un poético himno a la vida, una invitación a que los humanos, sumidos en nuestros afanes minúsculos, nuestras mezquindades, apreciemos lo que tenemos, lo que los ángeles no pueden disfrutar: el viento, la lluvia, los colores que vemos, la libertad, que son dones de Dios.

No puedo resistir la tentación de mencionar a Krzysztof Kieslowski y su Decálogo (1989) esa colección de diez obras maestras, en las que el director polaco nos recuerda el valor profundo de los mandamientos de la Ley de Dios, no sólo desde una perspectiva puramente religiosa, sino también como fundamento para la convivencia armónica.

Finalmente, termino como empecé, con una comedia, una comedia negra en este caso, de Álex de la Iglesia, El día de la bestia (1995). A diferencia de Todopoderoso, en la que el tono ya desde el principio de la cinta es jocoso, el El día de la bestia De la Iglesia se presenta como un thriller teológico en el que Álex Angulo, el sacerdote y profesor de teología, asume con pasión apocalíptica la tarea de descubrir dónde nacería el Anticristo para evitar las consecuencias que se derivan de ese hecho.

Conforme avanza la cinta queda más y más claro que es una comedia negra, pero cada que la veo no puedo olvidarme de algo que leí hace mucho, que el mejor truco del demonio es hacernos creer que no existe…

Las opiniones vertidas en Atrio son de la exclusiva responsabilidad de su autor y no reflejan ni buscan reflejar los puntos de vista del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, sus socios y directivos, ni de las instituciones vinculadas con el IMDOSOC.

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