lunes, 12 de enero de 2009

El cardenal Dulles, 1918-2008


El doce de diciembre de 2008, mientras en México celebrábamos la fiesta de Santa María de Guadalupe, en la ciudad de Nueva York el cardenal Avery Dulles, SJ falleció a los noventa años.

A diferencia de la mayoría de los cardenales en la actualidad, Dulles nunca fue obispo, por lo que permaneció durante su breve periodo como cardenal como presbítero, una situación que en otras épocas de la historia de la Iglesia no era extraña, como tampoco lo era el que los cardenales llegaran a esa dignidad siendo sólo diáconos.

En nuestra época esta situación, la de un cardenal presbítero, se ha convertido en una excepción, una suerte de anomalía y que ocurrió, en parte, por la edad a la que Dulles fue creado cardenal por Juan Pablo II en 2001, cuando contaba con 82 años, y por el hecho que él mismo le pidió al papa ser dispensado de la ordenación episcopal por su avanzada edad.
La creación de Dulles como cardenal es interesante por otras muchas razones. Una, muy importante, es que a diferencia de otros jerarcas de la Iglesia, Dulles no nació en un hogar católico. Como hijo de John Foster Dulles, secretario de Estado del gobierno de Estados Unidos de 1953 a 1959, durante el gobierno de Dwight Eisenhower, Dulles creció en un hogar de la élite presbiteriana del noreste de Estados Unidos. Uno de sus tíos, Allen Welsh Dulles, fungió como el cuarto director de la Agencia Central de Intelligencia y, hasta la fecha, el que más años ha ocupado ese cargo (1953-61). Un tío abuelo suyo, Robert Lansing, lo mismo que su bisabuelo, John W. Foster, fueron secretarios de Estado en distintos momentos del siglo XIX.

En este sentido, no había nada en los primeros años de la biografía de Dulles que permitiera suponer que él habría de convertirse al catolicismo, ingresar a la Compañía de Jesús, desplegar una muy intensa actividad intelectual y académica como teólogo y, finalmente, en el invierno de su vida, ser creado cardenal por Juan Pablo II.

De hecho, antes de que se convirtiera al catolicismo, Dulles se declaró, en 1936, su primer año en la licenciatura en Harvard, agnóstico. Esta toma de posición filosófica y personal, sin embargo, se modificaría a lo largo de su estancia en Harvard, donde Dulles, poco a poco, se familiarizó con lo que él llamó, años después, “la consistencia y la sublimidad de la doctrina católica.”

El contexto de la década de los treinta del siglo XX era propicio para ello por distintas razones. Por una parte, fue un periodo marcado por el sufrimiento generado por la crisis de 1929. Nunca como hasta ahora, a principios del siglo XXI, Estados Unidos y el mundo en general experimentaban los efectos demoledores de los excesos del capitalismo.

Esto facilitó, como ya se ha señalado en colaboraciones previas de Atrio, que jóvenes como el propio Dulles, como Dorothy Day o la hermana Emmanuelle, advirtieran no sólo la gravedad de los excesos del capitalismo, sino también la necesidad urgente de que las bases de la convivencia humana fueran modificadas, no por medio de transformaciones violentas, sino por medios pacíficos, que efectivamente sentaran las bases de cambios profundos en la forma en que los humanos nos relacionamos los unos con los otros.

No está por demás recordar que los treinta fueron un periodo marcado por el “éxito” aparente del fascismo, del nacionalsocialismo, del socialismo soviético y de otras doctrinas que aspiraban a resolver los grandes problemas de la convivencia humana a partir de una simplificación excesiva tanto del diagnóstico de la realidad, como de los medios a partir de los cuales se trataban de lograr los cambios.

En México, lo mismo que en otros países, la idea del nacionalismo ganó legitimidad en algunos círculos y, en más de una ocasión, el nacionalismo daba pie a soluciones marcadas por el racismo, como fue el caso de Japón, que a su vez recibía—desde Europa—un fuerte impulso por las características mismas del pensamiento nazi.

Estados Unidos no fue la excepción. No en balde, los treinta fue la época del renacimiento del Ku-Klux-Klan y de otras organizaciones sociales que activamente promovían el racismo contra distintos grupos minoritarios.

No sólo eso. La Iglesia católica en Estados Unidos, con sus profundas raíces irlandesas, se había convertido—ya desde finales del siglo XIX—en la gran institución de asistencia social de aquel país. Por una parte, diócesis como Nueva York, Boston, Filadelfia, Chicago, San Luis o Baltimore, sostenían complejas estructuras de educación, formal e informal, así como de prestación de servicios de salud y de integración a la vida política en ese país.

Ello permitió que ya desde finales de los veinte y hasta finales de los sesenta se viviera en Estados Unidos una época, que—no en balde—ha sido identificada como el “periodo católico” de la historia de ese país. Este carácter lo logró, por cierto, no porque la Iglesia hubiera sido capaz de lograr acuerdos formales o informales con las élites políticas estadunidenses, como los que existían en Europa por medio de los concordatos y otros instrumentos similares, sino que lo logró gracias a un constante y muy organizado trabajo con los grupos más marginados de la sociedad estadunidense: los inmigrantes.

Dulles, lo mismo que Dorothy Day, Thomas Merton y otras personas que se convirtieron al catolicismo en este periodo, contaban además con la presencia constante tanto en los medios de comunicación, como en los círculos académicos del noreste de Estados Unidos, de Patrick Joseph Hayes y Francis Spellman, quienes fueron, respectivamente, los arzobispos de Nueva York de 1918 a 1938 y de 1939 a 1969,

A pesar de eso, sería un error suponer que la conversión de Dulles al catolicismo fue obra sólo del contexto intelectual, académico y espiritual de Estados Unidos en esa época. Muy por el contrario, cuando él explicó, en Testimonio de gracia (Testimonial of Grace, publicado en 1946), su conversión al catolicismo ocurrida en 1940, el futuro cardenal Dulles explicaba que en un día nublado de febrero de 1939, al caminar por la ribera del río Charles en Cambridge, observó la manera en que un retoño surgía del tronco de un árbol y…

…el pensamiento llegó de repente, con toda la fuerza y la novedad de una revelación, que esos pequeños retoños, en su inocencia y humildad, seguían una regla, una ley de la cual yo sabía nada.

Esa noche—escribió el joven Dulles en 1946 cuando recién había decidido ingresar como aspirante a la Compañía de Jesús—por primera vez en muchos años, oré.
Seis años después de decidir su conversión al catolicismo, Dulles decidió ingresar en la Compañía de Jesús e inició una activa carrera como teólogo que le permitió participar con una voz inteligente y serena en distintos debates dentro y fuera de la Iglesia.

Dulles lo logró luego de estudiar el doctorado en la Universidad Gregoriana de Roma, de donde pasó a ser profesor en las universidades de Woodstock, la Católica de América de Washington, DC y Fordham, en la ciudad de Nueva York.

En lo personal, tuve la oportunidad de conocer y escuchar dos de las conferencias magistrales del cardenal Dulles durante mi estancia en Fordham que, además de ser la universidad jesuita de Nueva York y la sede de una de las etapas de formación de los jóvenes aspirantes jesuitas, acoge a los jesuitas retirados, quienes ocupan el edificio Murray-Weigel en el campus de la Universidad.

Cuando tuve la oportunidad de conocerlo, Dulles era un hombre inteligente, vivaz, extremadamente articulado a pesar de su edad y del hecho que la polio que lo atacó durante la década de los cuarenta, cuando prestó servicio militar en la armada de su país, terminó por hacerle imposible comunicarse oralmente.

De hecho, en 2008, el último año que ofreció su conferencia anual, ya no fue capaz de pronunciarla él mismo, sino que debió pedirle a uno de sus colegas jesuitas que la leyera, mientras él, con sus ojos y sus manos, pero en silencio, enfatizaba algunas ideas presentes en el texto.

En una de sus últimas intervenciones públicas, a mediados de la presente década, Dulles explicó su papel como teólogo como un esfuerzo orientado en la lógica de honrar y reconocer la diversidad y el disenso en el seno de la Iglesia, pero orientado—en última instancia—en la lógica de articular las tradiciones de la propia Iglesia y preservar su unidad interna.

Las opiniones vertidas en Atrio son de la exclusiva responsabilidad de su autor y no reflejan ni buscan reflejar los puntos de vista del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, sus socios y directivos, ni de las instituciones vinculadas con el IMDOSOC.

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